Hija única

Dos hermanas conducen por una carretera comarcal, cuando una luz roja se enciende en mitad del camino.


Relato de la autora de ficción y directora de arte especializada en branding para escritores, Alessandra Alari

El motor del coche sonaba como la tos de un viejo fumador, negra y flemosa.

Llevaban demasiadas horas conduciendo y a la mayor se le comenzaban a cansar los brazos, ahora casi apoyados contra sus muslos bajo el volante. Es lo que tiene vivir en medio de la nada, debes atravesar primero una eternidad para llegar a cualquier lado.

La menor seguía frustrada con la radio del salpicadero y no cejaba en su búsqueda de una cadena con la que romper el silencio. Sin embargo, por muchas vueltas que diera a la ruedita, desde que tomaron la carretera comarcal no se sintonizaba más que estática.

—¿Estás segura de esto? —preguntó la mayor, tenía la boca pastosa tras llevar tanto rato sin hablar.

—No me jodas —protestó la otra, dándole un puñetazo al altavoz de su puerta—. Si vas a abrir la boca para ponerte de nuevo en modo dramática, mejor mantenla cerrada.

—¿Yo soy la dramática? Te recuerdo que eres tú la que tiene media vida guardada en el maletero.

—Lo que tú digas —apagó la radio y se cruzó de brazos.

La nada se sucedía a sus lados, una extensión de secarral amarillo donde cada media hora aparecía algún árbol sin hojas recortado contra el plomizo horizonte.

—Es solo que es todo un poco precipitado. ¿No prefieres tomarte un par de semanas para pensarlo?

—Sabes tan bien como yo por qué necesito escapar de esa casa.

—Lo sé, lo sé… También es mi casa.

—Ya, pero contigo se porta completamente distinto. Ni siquiera tiene la consideración de fingir que no eres su favorita.

—No hay favoritas.

—Eso dicen las favoritas.

Las primeras gotas de lluvia golpearon contra el cristal. La mayor encendió el limpiaparabrisas y su rítmico vaivén pareció apaciguar la tensión acumulada. Unas nubes bajas techaron el sol y la claustrofobia de llevar horas encerradas en un espacio de dos metros se extendió a la carretera, al paraje vacío y al horizonte imperturbable.

—¿Falta mucho? —preguntó la menor con los brazos apretados contra su vientre.

—No lo sé. Es tu destino, no el mío. ¿Qué dice Google Maps?

Tras un vistazo rápido a su teléfono, la copiloto lanzó su móvil al asiento trasero. Mientras, afuera, la llovizna se convertía en aguacero.

—No hay cobertura. ¿Recuérdame por qué no cogimos la autopista?

—¿Pensabas pagar tú el peaje? No, ¿verdad? Así que corta ya con tanta queja, anda. Encima que te hago el favor de llevarte.

—Tengo curiosidad, ¿es una lista mental o tienes una libreta física donde apuntas cada uno de esos favores que nos haces al mundo? Lo digo porque si no te puedo regalar una por tu cumpleaños, seguro que le sacas partido.

La mayor aspiró con fuerza por la nariz y tomó con suavidad la curva de la carretera. Una luz roja surgió de entre el telón de lluvia.

—Di lo que quieras. Pero si voy a ser tu saco de boxeo emocional no me morderé más la lengua. Estás siendo una egoísta.

—¿Es ahora cuando me sueltas tu sermón de santurrona? —se burló la menor, arrepintiéndose de no haber pillado un BlaBlaCar.

—Huir de los problemas no los soluciona.

—¡No estoy huyendo, estoy sobreviviendo!

—Eres una malcriada. Dices que no aguantas más en casa cuando es tu actitud la que hace que sea imposible vivir contigo. ¿Te has parado a pensar en cómo se va a sentir cuando le diga que te has marchado? ¿Acaso te importa? ¿O te importo yo? A la primera dificultad desiertas, ya arreglaré yo tu estropicio, como siempre, ¿no? Si es que te doy exactamente igual. Me quieres para hacerte favores, prestarte dinero y salvarte el culo. No, no me pongas los ojos en blanco. Hablo muy en serio. Sabes que siempre estoy para ti, pero, joder, también me gustaría que estuvieras por una vez tú para mí. ¿No puedes esperar un par de semanas? Dos semanas, solo dos. ¿Por mí? Es que ni siquiera te pido quedarte, simplemente que no nos fuguemos en mitad de la madrugada a dios sabe dónde me estás haciendo ir. Oye, ¿me estás escuchando? ¿Ahora vas a ignorarme? ¿En serio? Muy maduro por tu par…

—¡Para, para, para!

Estaba tan absorta que no se había fijado en lo que había ante ellas. Frenó en seco para no chocar. Sus cabezas rebotaron contra el asiento. La luz roja bañaba el rostro de su hermana, el pecho le subía y bajaba mientras trataba de apaciguar su ritmo cardíaco.

—¿Qué coño es eso? —tartamudeó la menor, sin poder apartar los ojos de delante.

—Espera aquí, no salgas —le indicó al tiempo que abría la puerta del conductor.

La lluvia estallaba contra la carrocería como un centenar de perdigones de metralla. La ropa comenzó a pesarle, el pelo se le pegó a las mejillas; suerte que tenían varias maletas llenas de mudas secas en el maletero. Bordeó el capó, cruzó los faros y se aproximó al origen de la luz roja. El sonido del limpiaparabrisas quedó amortiguado por la lluvia a su espalda.

En mitad de la carretera había un televisor antiguo, de esos grises con forma de caja y una ranura incorporada a la base. Según le sugería una parte lejana de su memoria, debía ser un reproductor de vídeo. La pantalla era cuadrada y estaba encendida sin mostrar nada salvo aquel resplandor escarlata.

—No parece que esté enchufado —comentó la menor por encima de su hombro.

—Te pedí que esperaras dentro.

Se dio la vuelta para encararla, pero tras ella lo único que encontró fue el coche vacío con las puertas abiertas. El agua iba a empapar los asientos, aunque poco importaba si no había quien los ocupara.

—¿En serio te parece este el mejor momento para jugar al escondite?

Dio una vuelta sobre sí, rodeó el vehículo, echó un vistazo en la parte de atrás y escrutó el difuso horizonte.

—Ja ja, muy gracioso. Venga, no sé qué clase de broma es esta pero ya vas saliendo de donde te hayas metido.

La luz roja se apagó. Giró la cabeza en su dirección con brusquedad. Una punzada de dolor le recorrió el cuello, agarrotado tras pasar tanto rato en la misma postura. Se masajeó con la mano los tendones al tiempo que se acercaba hacia el televisor. Una nueva imagen ocupaba la pantalla: un coche detenido bajo la lluvia con las puertas abiertas.

No, un coche no.

Su coche.


Buscó sin éxito dónde estaba la cámara que era obvio que tenía delante. En el televisor, el maletero se abrió. Se dio la vuelta, esperando encontrar lo mismo. Su coche seguía tal cual lo había dejado, con el maletero bien cerrado tras hacer malabares para encajar en él cuatro maletas. Volvió a poner su atención en la pantalla. Si la imagen no era en directo, ¿se trataba de una grabación? El maletero se cerró y la figura de su hermana surgió tras él, se echó encima un chubasquero fucsia y dijo algo sin emitir sonido. La mayor tocó varios botones en busca del volumen. Cada vez que apretaba uno la pantalla se ponía en negro un instante y regresaba de vuelta a la misma escena. Dentro de la imagen, la menor reparó en el televisor, su cuerpo se fue agrandando conforme se acercaba. La mayor comprobó una vez más que no estuviera detrás de ella. Su hermana se abalanzó hasta ocupar casi todo el plano, se agitaba con violencia y aporreaba el cristal. Si no fuese porque el televisor estaba silenciado, sus gritos hubieran eclipsado el estruendo de la lluvia.

—¿Me escuchas? Asiente si me escuchas.

La menor había sido poseída por la histeria, gritaba sin voz y sacudía el aparato como si tratara de salir de él.

—Necesito que te calmes. No entiendo qué está pasando y empiezo a pensar que tú tampoco. Dejarnos arrastrar por el pánico no mejorará la situación. Así que cuenta hasta diez, respira y… ¡Joder, basta ya de dar puñetazos contra el cristal! ¡Te vas a hacer daño!

Golpeó la pantalla con la mano, en un intento frustrado de alcanzar a su hermana. El arrebato pareció sacar a la menor del trance. Parpadeó un par de veces, aturdida. Suplicó en silencio con el rostro encogido y las lágrimas brotaron de sus ojos para unirse a la lluvia.

—Oye, mírame. No pasa nada, estoy aquí. Todo va a salir bien— le prometió, apoyando la mano contra la pantalla.

Su hermana posó su palma en el mismo lugar y se quedaron así durante un tiempo indefinido, sin moverse, sin hablar. Unidas por la confusión, separadas por el frío del cristal.

La menor despegó lentamente la mano para enjugarse las lágrimas. Miró a su hermana directamente a las pupilas y luego se dio la vuelta. Su cuerpo se alejó en el plano hasta llegar a la parte de atrás del coche. Abrió de un tirón el maletero, sacó su maleta de estampado arcoíris y la lanzó al suelo con brusquedad. Se dobló sobre ella, sumida en una repentina determinación, y rebuscó como un perro en la tierra. Montículos de ropa se esparcieron a su alrededor. Cuando no quedaban más prendas por sacar, su búsqueda cesó. Tomó un pequeño píxel y corrió de vuelta hasta el televisor. Le mostró a su hermana una libreta y un bolígrafo, señaló hacia la maleta y después hacia la propia pantalla.

—¡Buena idea!

Alzó el pulgar para transmitirle su orgullo.

Se dirigió a su propio maletero. La maleta multicolor se hallaba bajo el chubasquero de su hermana, se planteó ponérselo, pero llegados a ese punto no supondría ninguna diferencia. El estampado arcoíris se embarró al caer sobre un charco. El sonido de la cremallera cortó el aire. Cuando regresó con la misma libreta y el mismo bolígrafo, su hermana ya la esperaba con una hoja de papel pegada contra el cristal.

Letras mayúsculas de tinta azul formulaban la pregunta que hasta entonces no se había planteado: “¿Cómo has entrado ahí dentro?”

El limpiaparabrisas seguía encendido detrás suyo, iba de un lado a otro, de un lado a otro, de un lado a otro. Se le habían vaciado los pensamientos. Las gotas de agua motearon el papel y deformaron las palabras. Ella estaba fuera, no dentro. ¿O era lo que parecía dentro lo que estaba fuera?

Escribió en la libreta la única respuesta que tenía, la lluvia trazaba riachuelos azules bajo las letras. “Eres tú la que sale en la tele”.

Su hermana entrecerró los ojos y negó con la cabeza. Golpeó un índice cargado de violencia contra la pantalla para, acto seguido, cruzarse de brazos.

—Perdona, había olvidado que nunca tienes la culpa de nada —masculló la mayor, aprovechando que nadie la oía.

Pasó a la siguiente página de la libreta de argollas. Solo había una conclusión lógica: “¿Y si para cada una es la otra quien está atrapada?”

Su hermana leyó las palabras con recelo, aflojó los hombros y descruzó los brazos. “¿Cómo es posible?”, preguntó, esperando que la mayor lo supiera, ya que siempre lo sabía todo.

Sin embargo, ella se limitó a encogerse de hombros. “¿Pedimos ayuda?” Se puso el pulgar y el meñique contra la mejilla, a modo de teléfono.

La menor formó una equis con sus brazos.

—Mierda, claro, no hay cobertura.

Se frotó el cuello, el estrés no ayudaba con el dolor. “Puedo ir a por alguien y luego volver”.

Su hermana movió la cabeza de un lado a otro, frenética, al borde de la convulsión. Agarró el bolígrafo entre temblores y escribió en letras grandes: “No te vayas. No me dejes”.

—¿Ahora sí quieres que estemos juntas? —el sarcasmo le dejó un regusto ácido en la lengua.

Suspiró. Varios mechones de cabello se le pegaban a la cara, se le metían en los ojos, en la boca, como culebras peludas. No se había dado cuenta de que tiritaba de frío.

“No sé qué hacer”, confesó.


La menor sujetó los laterales del televisor y, durante una fracción de segundo, pensó que intentaba abrazarla. Sin embargo, desapareció tras el plano y la escena quedó vacía. La mayor aguantó la respiración hasta que su hermana regresó por un lateral de la pantalla.

“Hay un botón aquí detrás. ¿En la tuya también?”

Estudió la caja del televisor con mayor detenimiento. A la derecha había varios huecos para conectar cables rojos, blancos, amarillos, nada fuera de lo común. Entre todos ellos se escondía un simple botón con las palabras on/off escritas en relieve.

Su hermana la esperaba con un nuevo mensaje en la libreta: “¿Lo pulsamos?”

“No me fío”.

“Cobarde”.

“Puede ser peligroso”.

Acercó la libreta con el insulto para hacer énfasis y añadió: “Huir de los problemas no los soluciona”.

Una mueca amarga le cruzó el rostro al ver sus propias palabras usadas en su contra.

“Dame un par de minutos”. Necesitaba pensar.

“Lo voy a pulsar”.

“Dos minutos” insistió, subrayando el número.

Su hermana dejó la libreta en el suelo.

—¡No!

Pegó la hoja de papel contra el cristal.

Su hermana salió del plano.

—¡Espera! ¡Dame dos minutos! ¡Solo dos! Por mí… —susurró.

El limpiaparabrisas se detuvo. La ausencia de su vaivén resultó ensordecedora. El silencio le hizo darse cuenta de que la pantalla emitía una vibración eléctrica, casi imperceptible, aunque insistente una vez reparabas en ella. Las gotas de lluvia fueron dilatándose en el tiempo hasta escampar.

Sus rodillas se aflojaron y se permitió caer sobre ellas, derrotada. Le castañeaban los dientes y tenía las puntas de los dedos violetas. Estaría bien ir a sacar del maletero algo de ropa seca, puede que una manta, le parecía recordar que tenía una guardada. Sin embargo, era incapaz de separarse de la pantalla, donde el limpiaparabrisas del coche también se había detenido y la lluvia había amainado.

Una esquina del chubasquero fucsia aleteó por el borde del televisor para volver a desaparecer fuera de plano. Se acercó más al cristal.

Notaba cada latido del corazón retumbar dentro de las cavidades de su cuerpo, una cámara de eco donde guardaba todo aquello que no sabía dejar ir: el miedo, la ansiedad, la casa familiar, su hermana pequeña. El objetivo siempre fue protegerlos a todos de todo, ser la valiente, la responsable, la capaz, la mayor. Verse allí con los zapatos encharcados, la batería del coche agotada e incapaz de ayudar a la persona a la que más quería, le recordó lo insignificante que siempre había sido. Nada dependió nunca de ella, ahora lo sabía.

La menor regresó a escena, tomó los restos mojados que quedaban de su libreta y se sentó en el suelo ante ella. La mayor la observó con ojos vacíos de esperanza.

“¿Pulsaste el botón?”

Su hermana trató de responder escribiendo, pero el papel estaba destrozado. Se colocó el bolígrafo tras una oreja y negó con la cabeza.

“¿Por qué?”

La menor se mordió el labio, pensativa. Señaló la pantalla, después a sí misma y por último juntó las palmas de las manos.

Al ver cómo los dedos de su hermana se entrelazaban, un sentimiento aletargado bostezó en su interior. Los restos de esperanza que la vida había sofocado.

“¿Juntas?”

La menor asintió.

Algo parecido a una sonrisa nació en sus labios. Su hermana también sonrió.

—Juntas.

Se incorporaron a la vez con energías renovadas. La mayor garabateó en su libreta una cuenta atrás del cinco al uno.

—¿Preparada?

Señaló el cinco. La menor cerró los puños para insuflarle ánimos. Señaló el cuatro. Cada una tomó posiciones al lado de su televisor. Señaló el tres. Apartó el cuaderno de la pantalla y alargó la mano hacia el botón de apagado. Pasó al dos. Continuó la cuenta atrás en su cabeza. Llegó al uno. Todo estaría bien. Apretó el botón.

En mitad de una carretera comarcal, una cinta de vídeo sale por la ranura de un antiguo televisor.

¿Cómo se llama la película?



Hija única, un relato de Alessandra Alari © 2023



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Autora

Foto de perfil de Alessandra Alari, autora de libros de ficción y Directora de Arte especializada en branding para escritoras

Alessandra Alari

Alessandra Alari es una escritora de ficción española y Directora de Arte especializada en branding literario. Autora de la newsletter auditiva Llamada Perdida y creadora del club de escritoras GR!TA, ayuda por medio de mentorías y talleres a otras creativas a reencontrarse con su creatividad.

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