Tarde de verano en la piscina municipal.

Los hermanos chapoteaban en el agua, donde churros de gomaespuma y flotadores de colores se hundían a presión para salir luego disparados como metralla. Ella les miraba con los brazos cruzados desde la mesa de metal ardiendo, castigada por no haberse terminado el gazpacho. Incluso desde allí, el olor a cloro se le pegaba al paladar. Se estaba rascando la zona con la lengua, cuando la madre le sirvió delante un pedazo de sandía troceada. Ella miró el plato con desdén y luego a la madre con reproche, quien ya había vuelto a su sudoku sin prestarle más atención.
Tanteó los cubitos rojos, casi ensangrentados, con la punta del tenedor de plástico blanco. Le gustaba la sandía, pero no quería darle el gusto de comérsela. No después de castigarla sin bañarse. Sin embargo, las tripas rugieron para dar su opinión, y las tripas pesaban más que su autocontrol. Tras asegurarse de que la madre no miraba se llevó un par de trozos a la boca. El jugo humedeció sus encías y el azúcar deleitó sus papilas. Sus premolares prensaban la fibrosa carne, cuando algo duro se coló entre ellos. Detuvo un segundo las rotativas para explorar con la enorme lengua de qué se trataba.
Al comprender que no era más que una pepita, la voz de la madre sonó en su cabeza: «Escúpela o te crecerá dentro una sandía».
Pero ella ya tenía diez años y sabía que era una de esas advertencias que los adultos dicen solo para asustar a los niños. ¿Por qué a los adultos les encanta asustar a los niños?
Forzó la maquinaria y se tragó la pepita con el resto de la fruta.
Al cabo de una hora la madre le levantó el castigo y la niña se pasó lo que quedaba de tarde buceando entre azulejos. Achacó el dolor de estómago a las volteretas acuáticas y volvió a casa apretujada entre sus hermanos en la parte de atrás del coche, casi dormida. Estaba tan cansada. Tan pero tan pero tan cansada. Cayó frita en el sofá a los diez minutos de que empezara la película y despertó de madrugada por arte de magia en su cama.
El dolor de tripa la llevó al baño, se arrodilló frente al váter y empapó el mármol blanco de jugo rojo.
—Mamá, no me encuentro bien —anunció desde el lado vacío de la cama matrimonial.
La madre encendió la luz y se rascó las legañas. Una punzada de terror la recorrió al ver la boca de la niña empapada en sangre. Tomó el tierno rostro entre sus manos y escrutó aquellas pupilas tan contraídas que cualquiera diría que en lugar de ojos tenía semillas.
—¿Qué ha pasado, cariño?
—La sandía.
La madre se llevó a la niña a su vientre y la apretó contra él, en un intento baldío por meterla de vuelta. Todo era culpa suya. Se había asegurado de limpiar la piel a conciencia, de extirpar los puntos negros con pinzas, de protegerla de cualquier daño, pero no había sido suficiente. Nunca sería suficiente.
—Despertemos a tus hermanos —propuso la madre, al reparar en la tripa abultada y la piel cetrina—. No nos queda mucho tiempo.
Toda la familia desfiló por el pasillo, ataviada con sus mejores bañadores y arrastrando churros, manguitos, flotadores. A cada paso de la niña una uña se le desprendía, igual que las escamas de un pez degollado. Tras las uñas, vino el pelo, las pestañas, las pecas. Para cuando llegaron al baño toda su piel era una superficie lisa, impoluta y verde.
La niña se metió a oscuras en la bañera. Su tripa estaba tan hinchada que cubría la braga del bikini de Piolín. Los hermanos le dieron uno a uno un abrazo y la madre le besó la frente entre lágrimas de impotencia.
—Siento no haberme terminado el gazpacho —musitó la niña.
—¿Lo guardaste de vuelta en el termo? ¿Sí? Entonces está bien, mi amor. Todo está bien.
Los hermanos llenaron la bañera de tierra ayudados por palas de playa y el más pequeño hizo un castillo donde la niña pudiera ser princesa. Clavaron los churros a modo de estacas y le dejaron un flotador para que fuese su trono. No se veía dónde empezaba o terminaba la tripa de la niña, toda ella era ya una esfera abultada de protuberancias. La madre le acarició lo que parecía el remanente de un dedo, abrió el grifo de la bañera y esperó a que su única hija echara raíces.
A la mañana siguiente, la familia desayunó sus frutos y tiró a la basura sus huesos, sus dientes y todas sus pepitas. Bonito día para ir a la piscina.
Pepita, un relato de Alessandra Alari © 2023
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